Nunca me pude imaginar que podría llegar a cumplir cien años de vida. Nací en 1986. En aquellos tiempos, se nos pasó a llamar millenials. Una generación perdida entre crisis económicas, pandemias y guerras que duraron hasta finales de los años 40. En este momento, ya es habitual que las mujeres superemos el centenar de años y que los hombres, siempre ha sido así, duren un poco menos.
Aún recuerdo la locura colectiva en forma de cambios físicos, que se vivió a principios de siglo, mediante retoques del cuerpo humano. Del tipo más frívolo, en cuanto a lo estético, como la pérfida estandarización del blanqueamiento y de la alineación de la dentadura; el artificial desfiguramiento botulínico del rostro; el aumento de pechos, traseros y penes; o la eliminación de patologías menores en los ojos que nos quitaran las temidas gafas de nuestro rostro. Y de índole más seria, desde el punto de vista funcional, cualquier trasplante de órganos vitales que ayudaron a prolongar la vida a muchas personas. Pero aquello que no dejaba de ser sorprendente, era un juego infantil respecto a lo que vino después, tras la Tercera Guerra Mundial librada en África por las tres grandes corporaciones —los países y estados habían sido engullidos— entre los años 2043 y 2049.
La gran mayoría de países del continente africano, sobre todo en su parte subsahariana, vieron perturbada su endémica y resignada pobreza, desde que los chinos compraron África, con las peores maneras coloniales —incluso peores que las europeas de siglos anteriores— para esquilmar todas sus materias primas. Sin embargo, lo que llevó a esta nueva contienda global fue la revisitada trata de esclavos del siglo XXI. Occidente ya no precisaba de mano de obra barata para trabajar en los inexistentes campos o en las decrépitas fábricas que se esparcían por su territorio. Los robots, disfrazados de cobots al principio, habían desbancado a la inmensa mayoría de personas empleadas. Los poderosos jugaron bien sus cartas para que la población no viera lo que se les venía encima.
El tráfico de partes humanas procedentes de África se convirtió en el gran negocio del Mundo, al proveer de un órgano a todos aquellos miembros de la élite del sector alfa de tan bien describió Huxley, que les permitiera ir más allá de los cien años.
El ya caduco internet-of-things, se reconvirtió en el internet-of-humans. Todos llevamos el chip incrustado en nuestro cerebro, con la clasificación de nuestra categoría humana, para facilitar la entrega o la recepción de cualquier víscera que hiciera falta y para discriminar aquello en lo que podíamos participar.
Por suerte, he podido pasar desapercibida, a base de no aparecer en ningún lugar, y sobrevivir a todo ello. Por fortuna, no he engrosado las enormes listas de suicidios que acontecen cada día, entre todos aquellos a los que el nuevo escalafón social, les impide vivir como seres humanos.