Después de treinta y dos años, cercanamente alejado, dos personas me han hecho regresar a Barcelona.
Vivo muy cerca del mar, muy enganchado en cuerpo y alma al Mediterráneo. Mi mar. Aquel al que el poeta le canta “para que pintes de azul… de Algeciras a Estambul”.
Vivo en el Poblenou, el “Manchester catalán”. Un lugar de costado a la gran urbe, medio de espalda, tan lejos y tan cerca. Tan pueblo como barrio, y viceversa. Un lugar donde lo primero que sorprende es la inmensa vitalidad de la mezcla de las viejas y de las nuevas gentes que lo habitan, que poseen tanta fuerza y potencia, como tenían las antiguas fábricas que lo poblaban. Sobre todo, a quien como yo, un barcelonés del centro, cargado de prejuicios, lo consideró siempre como un barrio menor.
Si alguien quiere comprender el fenómeno de la gentrificación debe darse una vuelta por el Poblenou. Ver cómo conviven antiguos ancianos obreros de las fábricas desaparecidas, con los nuevos jóvenes tecnólogos del 22@. Observar cómo comparten espacio los turistas, tan ávidos de fiesta nocturna como de relax matutino, con los vecinos de toda la vida del barrio, contentos del impulso que tomó su hábitat desde los Olímpicos, a la vez que cansados por tanto ajetreo actual. Descubrir cómo coexisten los surfers, que tabla en mano se deslizan por las calles hasta su ola soñada, con los bañistas, ansiosos por broncear su piel en las diferentes playas del distrito. Mirar cómo se soportan entre los comerciantes autóctonos, tan reglamentados ellos, y los foráneos que parece que vivan todavía en sus tierras de origen.
Y como paradigma del Poblenou, destacar su Rambla que como tal fluye de manera armónica hasta la arena de sus playas. Es la hermana pequeña de aquella antigua riera que atraviesa la Ciutat Vella de Barcelona, desde la plaza Catalunya hasta Colón. Su espléndida vivacidad representa al Poblenou. Y hace que, en muy poco tiempo, sientas el pulso de esa parte de la ciudad y que te lleve a enamorarte del lugar, por ser auténtico y muy de verdad.