La clase política

En los últimos tiempos, estamos viviendo una de las convulsiones más importantes en la esfera política de nuestro país, refrendada en las pasadas elecciones municipales y autonómicas. Lo que hace casi cuarenta años, cuando murió el dictador tras la noche de los tiempos, era una alegría inquieta por la nueva política que llegaba, pero contento popular al fin y al cabo, se ha convertido en una triste desconfianza de la ciudadanía hacia la clase política, aún más inquietante, otros tantos años más tarde.

Identificar lo que ha pasado no es tarea sencilla, porque existen muchas variables a analizar que podrían dar fe de lo que ha acontecido en estas últimas décadas. Los dos ejes que han subvertido el estamento político son la corrupción y la incompetencia. Connotaciones morales aparte, que están muy claras, tan peligroso es el corrupto como el incompetente. Y la mezcla de ambas “habilidades”, muy común en estos lares, es letal para el buen gobierno de los caudales públicos, que (casi toda) la ciudadanía entrega a sus autoridades en forma de impuestos.

La pregunta que nos hacemos muchos ciudadanos contribuyentes es ¿por qué ha ocurrido todo esto? Pienso que las causas son múltiples y variadas. Veamos algunas de ellas.

La primera, de tipo sociológico, no es otra que los políticos, la clase política, son hijos de la sociedad en la que viven, donde el compromiso y la decencia no son monedas de uso corriente. No podemos esperar que un padre de familia, despreocupado por lo que le ocurre a sus hijos o a su propia pareja, se convierta en un “probo prócer de la patria”.

La segunda de las posibles causas es antropológica. Una gran parte de los seres humanos están programados para “delinquir”, independientemente de su nacionalidad o condición, si tienen ocasión y están seguros de que “no les pillarán”. No hay más que verlo en cualquier tipo de organización, en las que algunos de sus miembros campan a sus anchas, tomando todo aquello que no es suyo.

Otra de las razones es cultural. En un país donde casi dos tercios de los jóvenes quieren ser funcionarios, el desempeño político es visto como un modus vivendi, un trabajo “de por vida”, no como una acción de entrega personal y temporal para contribuir al bien común.

Siguiendo con las causas, veamos una de corte económico. En España, el delito económico es poco delito. Se dispensa con suma facilidad. “¡Eh, que no he matado a nadie!” es una frase defensiva carpetovetónica, para dar entender que “vale, he robado, pero tampoco es ‘tan grave’ el hecho”.

Vayamos a otro motivo, de tipo político. La estrategia de los Gobiernos, respecto a sus conciudadanos, se ha basado en dos fundamentos: el deseado bajo nivel cultural, como lo demuestra año tras año el informe Pisa (“Si tenemos gente que no piense, mejor”, creen algunos dirigentes, aunque no lo digan, como es natural). Y por otro lado, el clientelismo de muchas personas, estómagos agradecidos, vendidos al poder, remedos de los personajes de las fantásticas películas “Los santos inocentes”, de Mario Camus, basada en la novela de Delibes, o “La escopeta nacional”, de Berlanga.

Todo ello conduce a políticos (con la injusta generalización que ello supone, de por medio) que no piensan en sus “clientes”, los ciudadanos; que se creen que todo el erario es suyo; y que, lo que se dice, muy brillantes intelectual y ejecutivamente, pues no lo son. Es un auténtico drama para nuestro país.

Pero el tema va más allá. Gran parte de los ciudadanos sentimos una profunda decepción respecto al proyecto de la Unión Europea. De lo que pudo haber sido y no fue. La UE, que nos ha dado mucho dinero durante treinta años, se ha quedado en un mero mercado común, con el artificio de la nueva moneda. Cueva donde reinan una panda de psicópatas y mercaderes financieros. Ya no nos queda ni París…, refugio de tantas esperanzas en forma de botella de oxígeno para conseguir “liberté, egalité et fraternité”, en tiempos del dictador. Nos lo tenemos que ventilar nosotros solos. No hay más. Hasta que no soplen dignos y decentes vientos de cambio.

El “gran triunfo” de la derecha que puede no estar en el Gobierno, pero siempre está en el poder (identificado en el dinero y en la distribución 99/1, que deja en pañales al 80/20 de Pareto), es haber convertido a referentes de la izquierda en sus meras comparsas. Todo ello, debidamente escenificado en la frase que se ha hecho popular de “todos los políticos son iguales”.

La pregunta a día de hoy es ¿qué ocurrirá con la oleada de nuevos partidos y nuevas coaliciones surgidas en las elecciones del pasado mes de Mayo, tras cuatro años del 15-M? Doy por descontado que el poder fáctico, encarnado en las oligarquías reinantes en todas las Españas, seguirán dando muestras de su patriotismo del “todo por la pasta”. Las nuevas fuerzas ¿serán capaces de ponerse de acuerdo de manera seria para gobernar en favor de los ciudadanos?, o bien, ¿entraremos en una segunda parte de las muchas “ollas de grillos” en las que se han destacado desde hace años?

En todo caso, siempre es bueno airear las putrefactas cloacas del poder. Siempre es saludable cambiar de manos la autoridad. Siempre es de agradecer que los que mandan se acuerden y no olviden que, en democracia, si están en esas posiciones, es porque una parte del pueblo les ha confiado su voto. Y que hagan todo lo posible, para que ese casi cincuenta por ciento de ciudadanos desencantados que no votan, lo hagan en los próximos sufragios. La democracia, aunque sea el menos malo de los sistemas, como dijo Churchill, es el gobierno del y para el pueblo. Vamos a concederles un voto de confianza, porque la alternativa al sufragio universal pone los pelos de punta…

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J.A. Aguilar

Viajero y Escritor
A orillas del Mediterráneo

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