Vigo / La Habana, 1.918
Ángela salió de su Galicia natal en 1.918. Había cumplido los dieciocho años hacía un mes y no le quedaba más remedio que emigrar a América, a Cuba concretamente, con el objetivo inmediato de no ser una carga más para su familia y con el iluso propósito de enviar dinero a su aldea, para ayudar a los suyos.
Cuando llegó a Vigo conoció la ría. La mar. El océano. Era gallega de tierra adentro. De Lugo. Esa provincia donde la Galicia profunda se torna en un agujero negro y verde, lejano y olvidado del cosmopolitismo ribereño de las ciudades con puerto.
La travesía fue dura, muy dura. Ángela llegó exhausta a La Habana. Ciudad española y mágica. Capital de la mayor de las Antillas y de buena parte del mundo, pero con una cultura que nada tenía que ver con la suya. Y con muchos negros y mulatos; ella que era de origen celta, como delataba su sonrosada tez. Por fortuna no enfermó, como sí lo hicieron algunos de los emigrantes que compartían ruta y destino. Entre tímida, inexperta y apocada, Ángela bajó por la pasarela del paquebote arrastrando su maleta de cartón, donde algún olor delataba la muerte lenta de un trozo de chorizo casero que sangraba por una de las esquinas de la misma; mirando hacia abajo para no caer, y hacia arriba, para no perderse ni un detalle del estallido de vida y color de aquel, ya viejo, malecón.
Su vida en Cuba fue miserable en sus inicios, hasta el punto de alimentarse con una dieta basada en agua con azúcar, lo que la dejó en un estado corporal, anoréxico y cercano a la tisis. Tuvo suerte al emplearse rápidamente con unos españoles asturianos, propietarios de grandes fincas, lo que la eximió de abusos sexuales, muy al uso en aquel entorno.
En el círculo social en el que se movía, Ángela conoció a otro asturiano que se convirtió en su marido y con el que emprendió una aventura vital que la llevó a poder gozar de cierta holgura económica, hasta que los huracanes, por dos veces, y la revolución castrista, con una hubo bastante, los dejaron en la más absoluta de las ruinas.
La Habana / Miami, 1.995
Ángela Irina, Angie para los suyos, salió de su La Habana natal en 1.995. Había cumplido los veinte años hacía un mes y no le quedaba más remedio que subirse a la balsa que habían preparado entre un grupo de sus hermanos, primos y vecinos, para dirigirse a la Florida, si su pericia y la climatología no lo impedían. Su objetivo era no ser una carga para su familia y, a su vez, liberarse de la monotonía monocorde de la vida habanera, que a pesar de su superficial alegría, no contagiaba a nadie a ningún tipo de exceso ni de creatividad. No sabía si podría ayudar a los suyos, puesto que las restricciones comerciales y financieras entre los Estados Unidos y Cuba, eran bien conocidas, como paradigma de la sinrazón entre un David moreno y un Goliat rubio.
Su nombre le vino dado por una bisabuela de su madre que se llamaba Ángela y, por el afán de contentar al régimen, con otro nombre de origen ruso, como lo es Irina. Pero realmente, Angie se llamaba Angie. Y ello venía dado, no por su ascendiente, ni por veleidades pro-soviéticas, sino por algo proscrito en su tierra, como lo eran unos depravados cantantes imperialistas, llamados “Rolling Stones”, de los que su madre había oído hablar a un primo suyo, ingeniero cercano al castrismo y que había podido salir de Cuba en alguna ocasión, explicando a su vuelta lo que había visto en el exterior, y prestándose a hacerlo audible, a través de las arcaicas pero efectivas y entrañables radio galenas, que todavía se utilizaban en Cuba, con el peligro que ello comportaba, de denuncia en la célula del barrio.
Su llegada y estancia en Miami, estuvo acompañada con la algarabía de los familiares desplazados anteriormente. De los que no se sabe quienes son y de los que no llegas a distinguir si te quieren, o realmente lo que quieren es joder de manera abstracta al barbudo revolucionario. En pocos años, Angie descubrió que aquella “tierra prometida” no era su lugar. No llegó a casarse nunca, aunque tuvo relaciones con diferentes hombres, que concluyeron en el nacimiento de su hija Jai, que fue acogida en el seno de su extensa familia. Le aterraba pensar en volver a su casa de Cuba, si hubiera podido.
Miami / Barcelona, 2.000
Angie salió de su Florida de adopción en el año 2.000. Sólo aguantó cinco años en los Estados Unidos y no le quedaba más remedio que emigrar a otras tierras, con el objetivo inmediato de intentar ayudar a su familia y principalmente a su hija. Emprendió una aventura hacia España, que la llevó a la mítica Barcelona, donde se sabía que la rumba y la salsa hacían fusión con la cultura mediterránea, y donde los melódicos y rítmicos compositores y cantantes cubanos habían hecho siempre migas, desde que, el tan feo como grande, Antonio Machín, hechizará a sus muchachas y permitiera pensar a las parejas, que la pesadilla franquista era simplemente un tema pasajero. “Esto no puede durar…”.
La realidad se dio de bruces con una nueva revolución dictatorial, la del dinero, que la embocó directamente a la prostitución. Ella se encargó de transformar, para alegría inconsciente de su familia, en un trabajo de dependienta en unos almacenes. El dinero que ganaba la hubiera hecho rica en La Habana, pero no le daba para vivir dignamente en Barcelona. Lo que si le daba era para sufrir en silencio esa tremenda falta que ella sentía en su alma, al entregarse a hombres que mercadean y trafican con el cuerpo de mujeres de manera sucia y bastarda.
El reto de conseguir traer a Jai se diluyó, como el instantáneo humeante en la taza. La relación se fue distanciando. Cada vez el océano era mayor, lo que llevó contra natura, sin su consentimiento, con la boca pequeña, cosida, a aceptar con otro desgarro en su interior, que Jai fuese dada en adopción.
Miami / Barcelona, 2.002
Yailixis, nombre mitológico caribeño, (Jailis para su familia y Jai para su madre) salió de su Miami natal en 2.002. Había cumplido cuatro años hacía un mes y no era consciente del viaje que estaba emprendiendo, con un objetivo tácito y no consciente a su capacidad de discernimiento, que era el emprender una nueva vida, quizá con más oportunidades que su tatarabuela, Ángela, y que su madre, Angie. Iba con sus padres de adopción, Gela y Javier. Una pareja sin hijos que habían decidido acoger a una criatura necesitada de todo, incluso de amor.
Gela y Javier llevaban un tiempo porfiando por la adopción de un niño, desde que descubrieron que no tenían la capacidad física y genética de procrear, tras todas las pruebas realizadas en un centro experto en estos menesteres. Su objetivo se centraba en los países proveedores de niños en adopción, como la China o los de la órbita ex soviética, pero los avatares cotidianos habían hecho que Gela tuviera que desplazarse en repetidas ocasiones por trabajo a Miami, en donde había una sucursal de la entidad financiera donde estaba empleada como informática. Fue allí donde conoció la posibilidad de adoptar a Jai, extremo que se antojaba complejo dado el entorno y la coyuntura, pero que una buena dosis de “Corrupción-en-Miami” podía obrar milagros, como así fue.
Barcelona, 2002
La llegada de Jai a la familia de Gela y Javier fue todo un acontecimiento, un bálsamo para los absurdos y civilizados reproches sobre quién es más o menos fértil. Los abuelos extasiados con la aparición de Jai, se disputaban su pertenencia, incluso buscaban parecidos fisiológicos y de rasgos con sus familias. La madre de Gela, llegó a comentar, y trajo fotos para su comprobación, el gran parecido que tenía la niña con su tía abuela que emigró a Cuba y murió allí sin nunca más volver, añorándonos, como siempre comentaba uno de sus primos, hijo de la tía abuela Ángela, en las pocas cartas blancas con ribetes azules y rojos, franqueadas con el Morro, que cruzaban el Atlántico, en busca de ancestros al otro lado del correo.
Javier y Gela habían decidido que iban a necesitar una ayuda para llevar el tema doméstico. Ambos dos trabajaban, más bien competían, para ver quien era capaz de epatar al contrario con sus veleidades profesionales: quién tenía más bonus, cuántas ‘stock options’ habían conseguido o cómo se iba llenando el fondo de pensiones que sus respectivas compañías les propinaban. En definitiva, vivir para trabajar, sin reflexionar ni poco ni mucho en el trascendente paso que habían realizado al adoptar a Jai.
Finalmente, consiguieron que los servicios sociales de su comunidad le propusieran una candidata para cubrir la plaza de asistenta. Les habían hablado bien de ella, con su actividad anterior convenientemente difuminada y maquillada, de la que en realidad era más víctima que responsable. Tenían cita con ella por la tarde, a última hora, y querían estar los dos presentes, para evaluarla y tomar la decisión, como en los comités de dirección en los que participaban en sus empresas. Estaban nerviosos. No habían aceptado las propuestas de los abuelos de “quedarse-con-la-niña” y convertirse en esclavos del amor paterno filial.
Sonó el timbre del interfono con pantalla del más que acomodado piso que tenían en una zona periférica de la ciudad. Gela, más rápida, se levantó del sofá y se encaminó hacia la puerta. Observó unos segundos la imagen de la muchacha, distorsionada por el blanco y negro y la escasa definición. Vio a una chica joven con rasgos latinos, pero europeos. Podía ser de aquí. No parecía latinoamericana, como le habían dicho. Tampoco Jai se lo pareció, pensó para si misma. Tomo el auricular y dijo un “¿sí?”, como si le hubiera sorprendido la llamada. Al otro lado, acercando su cara al micrófono, se deformó mejor el rostro de la persona que llamaba, cual “ojo de pez”, a la vez que dijo: “¡Hola buenas tardes! Soy Angie y vengo de parte de la trabajadora social del Ayuntamiento. Es para el trabajo de asistenta doméstica…”