Había llegado el momento de despedirse de este mundo. De comprobar todo aquello que me habían explicado de crío en las clases de religión y en lo que no profundicé años más tarde.
La muerte estaba sentada junto a mí en la habitación del hospital. No iba de negro, lo que me sorprendió por la falta de protocolo y de respeto hacia mí. Ni portaba guadaña, lo que me tranquilizó porque no me gustan las armas de ningún tipo. El viaje final en camilla salió de la habitación compartida con otro paciente, de quien no me pude despedir, y acababa en una aséptica e inoxidable sala de crematorio. Camino, quizás, hacia una nueva vida.
No tardé mucho en llegar al sitio previsto. Por las pintas del lugar, me había tocado un cielo de clase media. ¿Por qué no estaba en el séptimo cielo como me esperaba? ¿No lo hice suficientemente bien en vida? ¿Y lo del infierno? ¿Era una camama para asustarnos y que no nos saliéramos del orden establecido?
No se veía a nadie. Me vino a la mente que el cuerpo desaparecía, ¿nos convertíamos en invisibles? A ver si con el tema de la incineración, dejado por escrito en mi testamento vital, la había cagado y me había desecho de mi chasis. Ya sabía que en la vida terrenal el alma no se podía ver ni tocar, pero pensaba que en la nueva gloria todo sería diferente.
Me senté a esperar al guardián del cielo, aquel al que hicieron santo y sumo pontífice, a pesar de que su ira le llevó a cortar una oreja y su cobardía le hizo negar tres veces al nazareno. Debía estar despachando con su superior. No sabía si tenía que tomar el número de turno del dispensador para el tema del juicio final o ya me habían convalidado el trámite. De momento, era un indocumentado sin visa en la frontera de lo humano y lo divino.
Pasó un tiempo, no sé cuánto porque en la eternidad no hay relojes y allí no aparecía nadie. Mi proverbial impaciencia de la otra vida se puso en marcha. Quizá no había muerto del todo. La situación empezó a no gustarme. Y no tenía a nadie con quien departir sobre el asunto.
Empecé a pensar cómo realizar una retrocesión en el tiempo, al estilo del famoso túnel o del día de la marmota para reescribir mi final, pero no sabía cómo. No disponía de ningún punto de contacto para analizar la circunstancia. ¡Qué susto se llevarían todos mis familiares y amigos si me volvían a ver aparecer! Podría anticiparme a través de la güija, para ponerlos en antecedentes de mi regreso.
En ese momento, la cabeza que no tenía, no paraba de darme instrucciones. Recordé que había oído hablar del proceso de la reencarnación, pero me lo tomé a broma siempre. Volvería a vivir en el cuerpo de otra persona. Otro problema me surgió: ¿En quién me convierto? A estas alturas de mi supuesta vida estos dilemas se me antojaban complejos, por lo que abandoné la idea. Ahora, ya no tenía opción. Qué efímera había sido la vida y cuánto tiempo desperdicié. Podría haber pensado más en qué iba a pasar el día después. No me queda más remedio que esperar sin desesperar, así entiendo que será la nueva vida en la alta gloria…