Por fin, conseguimos llegar a La Fortuna. Siempre imaginé que no sería demasiado fácil alcanzarla. Pero tras unas largas horas de manejo y de gymkhana sorteando todo tipo de curvas y agujeros en el piso de la carretera, lo habíamos logrado.
El viaje hasta aquí había sido una extraña mezcla de placer y de riesgo, un binomio tan apasionante como peculiar. En dos días, habíamos deambulado desde el Mediterráneo hasta el Mar Caribe, atravesando el Atlántico y asomándonos al Pacífico. Después de regresar de Managua, allí donde fuimos a aterrizar, tras la bienvenida en forma de tormenta tropical que nos dispensó la ciudad de San José, nos fuimos a ver el desove de las tortugas. Nos llenamos de agua por todos los lados. Los ojos, con las lagrimas provocadas por las risas de un grupo de sevillanos, de esos que economizan el lenguaje, que “no se pué aguantá y te rie una jartá”. Y el resto del cuerpo, por el auténtico “diluvio universal”, que empapó nuestra anatomía y que nos convirtió, a través del alargamiento de nuestras camisetas, en unos “charlyrivel” cualquiera. Todo ello, en mitad de la inquietante sombra en la que las linternas de los men-in-black, mostraban como los enormes galápagos trataban de perpetuar su especie en su natural y maravillosa “arca de Noé”. Pura vida…
Desempacamos, mientras el volcán Arenal escupía lava incandescente por sus laderas, acompañado de un sonido grave, que se sentía más que se oía, en forma de explosiones controladas por el cuarto de calderas del subsuelo. Un volcán que se había desplegado con los años, en una peculiar doble cima. Un cono de doble cúspide, diferente. Un triángulo muy interesante, brindado por la naturaleza. El espectáculo era imponente.
Bajamos a pasear y a cenar por la ciudad. Ya de vuelta, nos pilló un tremendo aguacero que hizo esfumarse el encanto del volcán. Esta vez lo compartimos con una pareja de recién casados de Madrid. De nuevo, volvimos a reírnos bajo la lluvia. Fuimos saltando de zaguán en zaguán, amparándonos del intenso chubasco, con pequeños sprints, que remedaban cuando jugábamos al escondite de niños.
Por fin, paró de llover. Desapareció la cortina de agua y apareció una de las maravillas de nuestro mundo. Estábamos en Tulum. Un lugar de historia y belleza insoportables. Si volviera a nacer, lejos de mi Mediterráneo, pediría que fuera allí.
El cono volcánico se tornó en una pirámide, truncada en su culmen, al estilo Maya. Otro triángulo, en este caso de naturaleza humana, que se conectaba con el anterior. Las iguanas pululaban como gatos asustadizos, en busca de su manjar favorito, las flores de hibiscus. El calor y la humedad agobiaban. El sudor mojaba los cuerpos.
En el mar, a lo lejos se divisaba la espuma que batía en la barrera de coral, logrando remansar las aguas caribeñas. Sus puertas naturales daban paso franco a los barcos, que habían salido a navegar o a pescar, en su ruta hacia la playa. Para acertar con el pasaje de entrada, una pequeña pirámide, en forma de torre de vigilancia, con dos antorchas en sendos ventanucos, daba la señal visual inequívoca, de que aquel era el punto y el momento adecuado para realizar la incursión hacia el blanco arenal de Tulum.
No me pude resistir a darme un baño en aquella alberca natural y salada. En ese mar donde los cuerpos y los barcos flotan física y metafísicamente, y donde sus sombras se proyectan en el fondo, dándole un toque mágico a todo.
Como es habitual por estas latitudes, empezó a llover de repente, de manera violenta. Pude disfrutar de una de las grandes experiencias vitales, como lo es la de bañarse en el mar bajo un manto de lluvia que te cubre. Es un chapuzón de 360 grados, que te refresca y te evita la preocupación de mojarte. Se veían prisas nerviosas en los turistas, no bañistas, para encontrar refugio y colocarse el chubasquero, que contrastaba con la absoluta tranquilidad de los lugareños mayas, que no se tapaban con nada y que sabían que después de la tempestad, acostumbra a llegar el sol en forma de calma, y al final lo seca todo, excepto la transpiración, porque el alto grado de humedad siempre está en el ambiente.
El pequeño diluvio duró apenas unos minutos. Cuando remitió el telón de agua que nos abrazó durante ese rato, pudimos ver de nuevo el sol. Nos encontrábamos ante la puerta de la meca del daiquiri, en plena Habana colonial. Dispuestos a regarnos nuestro interior con uno de los brebajes más deliciosos que puedan haberse inventado jamás. La copa del coctel, un cono perfecto invertido, volvía a enviarnos la mágica señal triangular de la comunicación, entre lugares inolvidables.
El ambiente era selectamente caribeño. En la avenida exterior se divisaba el tráfico anárquico de los dromedarios; el de las motos de dos plazas y cuatro viajeros; el de los maniseros fintando a los vehículos, con los estilizados cucuruchitos de maní de los angelitos negros; los almendrones deslumbrando al siglo XXI con tecnología y glamour de los años cincuenta; en contraste con los severos y cuadriculados ladas soviéticos. Todo ello puro Caribe, “ya tu sabes…”.
El malecón jineteaba entre las olas que se batían a sus pies. Los muchachos intentaban emular a los clavadistas de Acapulco, en un bajar por el aire y un subir escalando el rompeolas. Las parejas coqueteaban con mucho tumbao. La música sonaba en alguna de las terrazas cercanas, con melodías de esas que se sienten con los pies.
Ya me había cambiado de ropa tres veces durante ese día. Esperaba poder llegar hasta la cena con amigos en La Cocina d’ Lilliam, allá por la señorial zona de Miramar. Pero mi esperanza fue en vano. Tremenda lluvia nos volvió a recordar con gran determinación, que estábamos en tierras y mares de huracanes, y que, aunque no fuera temporada alta, no podíamos olvidarnos de ellos.
Los vértices del triángulo caribeño recorrido, se habían unido por la misma forma de llover. Esa forma de llover explosiva, intensa, vehemente. Que se convierte en una señal de identidad y de vida, refrendada en la naturaleza verde que te quiero verde de sus paisajes. Aunque a los tres puntos geográficos narrados, les separaran unos cuantos cientos de kilómetros, delimitaban con sus telones de fondo en forma de lluvia, las diferentes y a la vez semejantes maneras de vivir. Ese vivir de espíritu caribeño, uno de los lugares más auténticos y apasionantes de nuestro planeta Tierra.