Alberto era un hombre maduro, con una salud y una calidad de vida aceptable. Durante unas semanas, no le dio importancia a los síntomas que le estaban alertando sobre lo que se le venía encima, hasta que lo compartió con Carolina, su mujer, quien intuyó y le hizo ver que aquello no transcurría por territorios normales. Una visita al médico se imponía. El diagnóstico, tras varias pruebas clínicas, fue claro, conciso y contundente. Un paréntesis en forma de grave enfermedad iba a truncar su vida, sus actividades y, quizás, su futuro.
Después de cinco meses de haber recibido la noticia, por fin, Alberto subía con decisión las escaleras de la entrada principal del hospital. Atrás había quedado la primera fase del tratamiento de quimio y radio, una terapia que tenía por objeto reducir al máximo el tamaño del tumor encontrado, antes de proceder a extirparlo en una operación quirúrgica.
El ingreso en el hospital fue ágil. Compartiría habitación con otro paciente, en la planta destinada a las cirugías relacionadas con el aparato digestivo. El cirujano le había explicado lo que ocurriría en las próximas jornadas. El escenario al que se enfrentaba. Cómo sería la operación y cuántos días permanecería en el hospital, en las manos de los sanitarios. Un máximo de cinco días en el mejor de los casos, y algunos más, si las cosas no se daban bien.
La operación se llevó a cabo al día siguiente, 30 de Octubre. Duró unas seis horas y fue compleja, por la propia estructura corporal de Alberto, grande y sobrepasada de peso, y por la singular dificultad que entrañaba la localización del tumor ubicado en el recto.
La familia y los amigos aguantaron estoicamente, con los nervios previsibles, las largas horas de espera. Esas horas que parecen muchas más cuando no se está involucrado en el proceso. Pero todo llegó a su fin, cuando apareció el cirujano, con palabras reparadoras para alivio de sus allegados, concluyendo que: “Había sido difícil, pero todo había ido bien”. Alberto tendría que pasar unos meses con una bolsa adherida a su cuerpo, conteniendo lo que el pequeño alien tuviera a bien expulsar por el agujero, con hernia incluida, que le habían provocado
A los cinco días, el 5 de Noviembre, Alberto fue dado de alta, tras la rueda de médicos, en visita matutina cual comando de la salud. No cabía en si de alegría, porque regresaba a su hogar, tras unos días tan cortos como incómodos. “Volvemos a casa”, le dijo Carolina, muy contenta y feliz, también. Eran las 11 de la mañana.
A las cuatro y media de la tarde de ese mismo día, Alberto volvió a ingresar en el hospital. Esta vez por la puerta de urgencias, siempre sobrecargada con overbooking de ambulancias y personas. Aquejado de terribles dolores en abdomen y vientre. Había comido un trocito de maravilloso rape a la plancha, que Carolina bordaba, y una manzana, “regado” con unos sorbos de Aquarius, de naranja. El sencillo sueño de cualquier paciente que ha pasado por el régimen de alimentos hospitalario, tan hervido y tan soso.
Los sanitarios actuaron con cierta lentitud, desconcertados durante dos días por el desgraciado imprevisto. La fiebre estaba muy alta, bordeando los 40 grados, y Alberto no podía aguantar los dolores, temblores y espasmos.
Pasadas 48 horas, el diagnóstico llegó. Estaban ante un episodio de sepsis o septicemia, una infección generalizada, en román paladino. Esas inhóspitas y poco amigables palabras a las que se les da consentimiento por escrito, antes de entrar en la sala de operaciones, como canto a la realidad de lo que puede venir, y para mejor y mayor cobertura de la responsabilidad de los médicos. Y dispuesto a confirmar lo que dice la leyenda (o la realidad) popular, de que “no hay sitio más peligroso para un enfermo que un hospital”.
Los momentos pasados en la UCI y en la REA fueron tremendamente duros, porque en esas dependencias hospitalarias, y así debe ser, el objetivo de recuperar y salvaguardar la salud pasa, incluso, por encima de la dignidad del enfermo. Como expresión explícita de ello, son buen ejemplo las múltiples sondas insertadas por todo el cuerpo. Que duelen, que incomodan, que hieren…
A partir de ese momento, empezó un período que se prolongó por 39 días más, en el que para realizar las curas adecuadas, Alberto subió (el quirófano estaba en la octava planta) diez veces más, como un auténtico paciente profesional, con lo que consiguió una familiaridad inusual con sus cuidadores.
Las dos primeras semanas de la recuperación fueron muy complejas. Con análisis y contraanálisis a diario, dadas las altas temperaturas que la infección continuaba infiriendo. Con vías abiertas por ambos brazos y manos, para transportar todos los sueros y fluidos necesarios para sobrevivir. Con dolor y cierta amargura. Con la vista puesta en el más allá. Alberto y su esposa, Carolina, sufrieron una de esas pruebas a las que te ves sometido de vez en cuando, como si de una “broma” se tratara, como bien dice el maestro en su canción.
Y un buen día, todo empezó a cambiar. La infección fue remitiendo. Aunque Alberto seguía ingresado en el hospital. Lo añoraban en los quirófanos y por eso no lo dejaron marchar. Pasó de paciente de hospital a internado en residencia, sin moverse del lugar donde estaba desde hacías semanas. De deambular con su suero como una parte más de su cuerpo, a no tener nada anclado a su anatomía. De que lo lavaran en la cama, a darse unas duchas libres y autónomas, que le dieron casi media vida.
Pero sí que le permitieron salir de permiso un fin de semana, para notar que bajar escaleras era un ejercicio difícil, después de perder masa muscular. Para saborear la libertad de poder andar por la calle y de comerse unos calamarcitos a la plancha, que le supieron a gloria bendita. En definitiva, para “entrenarse” en el proceso que vendría, cuando llegara la ansiada liberación. Nunca pensó que cosas tan triviales le pudieran llenar tanto a una persona.
Y llegó el día en el que le dieron el alta, una semana después del permiso. La infección estaba controlada. Ya no había peligro. Podía volver a casa, a pesar de que el miedo del regreso se había alojado en su cerebro, por aquello que ocurrió unas semanas atrás. Era el 11 de Diciembre. El proceso debía continuar, porque la lucha contra la innombrable enfermedad seguía. Alberto volverá a tomar pastillas de quimioterapia, para rematar lo que pudiera quedar. En unos meses, regresará al quirófano para revertir la ileostomía actual y devolver al tránsito normal su ingesta de alimentos diaria. Ya le queda menos. Habían pasado 44 días de encierro. El principio del fin se vislumbraba. Había sido una maratón. Una auténtica maratón de paciencia.